RELATO// Soledad no es un nombre de mujer

Foto: Juan José Benítez-Hernández

Ya hace algún tiempo que veo lo mismo cada tarde: unas pétreas escaleras sosteniendo una antigua e ilustre iglesia, ante una calle adoquinada por la que ya ni pasan coches, y esta plaza con balaustres, viendo escapar el tiempo, como yo. Antes, en mis primeras tardes aquí, me entretenía alimentando a las ratas con alas. Así llaman a las preciosas palomas sus detractores. Sin embargo, yo sigo viendo sus coloridos plumajes, al menos en mis recuerdos, porque consiguieron echarlas de esta plaza.

Son ya tantas las tardes en las que la única novedad, a veces, es un turista despistado que se hace un rápido selfie para engrosar su álbum. Antes, en mis años mozos, pasaba a la carrera cruzando por aquí y veía a otros alimentar las palomas en su vejez, yo pretendía ocupar su sitio, y lo hago, pero sin tan siquiera facilitar la vida de los alados.

Los hay mucho más fuertes que yo, tuve un amigo que fue valiente, y cuando la ley cambió, él fue de los primeros en firmar su divorcio, lo cual en un pueblo como este fue un escándalo. Pero él eligió siempre su lugar, y aunque le daban tristeza los solitarios domingos en que no acudía al estadio a ver al equipo amarillo con sus compañeros. Admitía que era el efecto de sus decisiones el no tener una familia con quien pasarlos, y no parecía arrepentirse, asumía las consecuencias. Pero ¡ay de los que estamos solos sin querer!, de los que transitamos por un camino que trazó la vida sin consultarnos.

Ha sido duro seguir viviendo después de que mi compañera se marchase, dejando esta vida tan abruptamente. Debes sostenerte porque te quedas para criar a nuestro hijo. Y ahora que él, ley de vida, voló, estás solo todo el tiempo de tu vejez. ¡Qué jodido es! Cuando siempre has estado acompañado y nadie te preparó, ni te advirtió, para afrontar esto. Y fue hoy cuando me preguntaron:

—¿Qué tal el verano?

No pude más que contestar:

—Bien, solo, pero bien. Y mi salud, también.

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